La presidencia del señor Trump nos retrotrae a temas que ya
creíamos prescritos, caducados, sin fuste. Así, el proteccionismo.
Ya estábamos convencidos casi todos, salvo la extrema
izquierda inasequible al desaliento y al librecambio, de que el comercio es un
innegable impulso para la mejora de las vidas de los humanos. Todos producimos
más, conseguimos consumos más variados, somos más ricos y disfrutamos de mayor
cantidad de bienes.
Pues no. El señor Presidente de los Estados Unidos de América,
POTUS por otro nombre, ha ganado las elecciones con un programa que incluye la
ruptura de los tratados comerciales con sus socios de Norteamérica y el
Pacífico. Contra toda la tradición americana del pasado siglo de facilitar la
apertura de su mercado para solicitar el mismo trato a los demás, empezando por
sus más duros competidores, como Japón o la Unión Europea.
El señor Trump tiene en su mente las viejas ideas de “el
vecino me roba” los puestos de trabajo, las divisas, qué sé yo. Lo que importa
no es que haga las cosas bien o mal sino que la culpa es del otro, que se
aprovecha de nuestra bondad y eso no puede seguir así. Un discurso antiguo,
irracional, pero fácil de vender. También suponían algunos que difícil de
llevar a la práctica, pero si algo no se le puede reprochar al nuevo POTUS es la
fidelidad a su programa y la celeridad en llevarlo a cabo, algo siempre exigido
a los políticos, aquello del programa-contrato, pero que en este caso aterra
más que otra cosa.
No hace falta ser un gran estudioso de la economía para ver
cómo una política proteccionista no sólo perjudica a los socios comerciales de
un país (competidores-enemigos desde el punto de vista de los partidarios del
cierre de fronteras) sino también al propio estado que toma esas medidas.
Cuando la presidencia americana amenaza con un arancel del
20% a los productos mexicanos, no podemos más que sorprendernos por su falta ya
no de instrucción en temas económicos, sino de sentido común.
En primer lugar, la primera estupidez: ese aumento del
arancel hará que México pague el famoso muro entre los países. El ideólogo de
turno no ha debido caer en la cuenta de que ese aumento de impuestos a la
entrada de mercancías mexicanas en los USA los tienen que pagar los ciudadanos
americanos, que son los compradores.
En segundo lugar, los efectos inmediatos de una medida como
esa son, obviamente, la rápida caída en las ventas de los productos mexicanos
en Estados Unidos, por la vieja y nunca bien ponderada ley de la demanda que
dice que si sube el precio de un bien, baja la cantidad comprada. Nota al pie:
el genio que ha echado las cuentas de la recaudación de la Hacienda americana
por esta subida de impuestos no ha tenido este efecto en cuenta. Gran gestión.
Evidentemente, los consumidores americanos, particulares o
empresas, buscarán los productos antes importados de México en otros
productores, interiores o exteriores, que tengan mejores precios, si los pueden
encontrar. Desde luego, el efecto, en cualquier caso, es que los americanos
tendrán que destinar una parte mayor de sus rentas a la adquisición de estos
bienes o adquirir menos cantidad (o ambas cosas). Es una definición evidente de
cómo empeorar la situación de una población, consumiendo menos bienes y más
caros. Se consigue, eso sí, perjudicar al vecino, pues las ventas de las empresas
mexicanas bajarán y tendrán dificultades, pues tendrán que buscar nuevos
mercados, cosa no sencilla ni inmediata, y probablemente reducir dimensión y perder
empleos.
A la vez, podemos estar bastante seguros de que el gobierno
mexicano corresponderá al americano con medidas similares, pues la experiencia
demuestra que ninguna nación deja que las otras suban sus barreras y mantiene
las suyas bajadas. Cada disminución de aranceles que ha habido en este mundo
viene precedida de acuerdos comerciales por los que los países implicados
asumían desarmes mutuos, cuidadosamente evaluados. Pero ante una subida, la
respuesta no ha necesitado nunca mucha reflexión ni medida.
Si México toma las medidas esperables, la situación no
mejora, sino al contrario, ampliaría los efectos perniciosos, haciendo más
caras las compras de bienes para sus nacionales y destruyendo capacidad
productiva y empleos en los USA.
Resumen: dos países con menos bienes consumidos, más caros y
con menos empleos y empresas. El paraíso terrenal, vamos.
Aún así, todavía encontramos gente defensora de este tipo de
medidas, muy probablemente porque son ajenos al razonamiento económico. Sólo esperan
que en el interior de las fronteras de su nación se creen empresas para
producir los productos que antes se compraban en el extranjero, con lo que se
promueve el empleo para los nacionales. La idea es que el extranjero me roba
los empleos produciendo más barato, así que le subo los precios artificialmente
y de este modo le robo los empleos (o los traigo de vuelta).
Para que la idea funcione se necesita que ningún otro país
ofrezca esos productos más baratos que los productores nacionales, lo que
implica mayores subidas de aranceles, a otros países. Casi a cuantos más,
mejor.
El efecto real será sustitución de bienes más baratos por
los mismos más caros (eso sí, made in USA), con aumento de empleo en esos
sectores en los que el país no es competitivo, y pérdida de ventas y empleos en
los sectores exportadores, por la subida de los aranceles de los extranjeros,
justo en las industrias más competitivas del país. Al final, cambia el destino
de las inversiones y el empleo desde las industrias más competitivas a las
menos, con un resultado de menor consumo y mayores precios, menor renta real, es
decir, menor poder adquisitivo de los salarios en el país.
Y todavía nos encontramos con defensores de estas políticas,
generalmente porque se suponía que eran beneficiosas sólo para los países más
industrializados y especialmente los imperialistas USA. Por favor, un poco de
racionalidad antes de acabar con las pocas ideas sensatas en que se sostiene
nuestra civilización, la más próspera que ha habido nunca sobre la faz de este
planeta.